por Andrés
El compadre Menejo nació en una montaña, y nunca había visto luz eléctrica en su vida. Cuando llegó por primera vez a Sampués se asombró al ver un poste de luz y demandó con ansias a Doña Prístina en la tienda de la esquina sur oriental de la plaza: “Despácheme un calabacito, que sea alumbrador”. Regresó a casa emocionado con su calabacito, y le pidió a su mujer que le quitara las semillas para sembrar un árbol en el solar. Su mujer, una chica educada por monjas misión de la Compañía de María, orden fundada en Francia en 1607 lo recibe primero con las piernas abiertas, y luego con una risa burlona. No puede creer que Menejo sea tan ingenuo.
Duró varías horas intentando encender el calabacito, hasta que al término de 2 días con sus noches Menejo decide preguntarle a su mujer como funciona la electricidad. No era fácil para él, considerado el más culto de su familia, sobreponerse a su orgullo y recurrir al conocimiento de una mujer; pero la excusa era completamente meritoria. No se trataba de una tecnología conocida como los mecanismos de una máquina de coser, era algo entre místico, mágico y real. Se sentaron a la luz de las velas en la banqueta de madera de 8 puestos que ponen en frente del patio para secar el café, uno cerca al otro, abrazados y enamorados. Después de la explicación detallada de su mujer, no pudo conciliar el sueño por varios días imaginándose la forma aerodinámica de los electrones para que pudieran viajar a tales velocidades, los mecanismos de organización dentro de los cables para que las partículas que iban tan rápido no se chocaran entre sí, el color amarillento de los cortos circuitos controlados, el calor inmenso y sofocante de los hornos que convierten la arena en vidrio, los molinos gigantescos para generar el flujo eléctrico suficiente para prender por tantas horas las bombillas de la plaza de Sampués. Su mujer, desesperada por el insomnio y la inapetencia sexual de Menejo, recurre a una solución desesperada para aliviar la curiosidad de su marido: romperá el calabacito alumbrador y contratará un servicio de mensajería para las vueltas que se necesitaran en Sampués.
Al final del mes, Menejo vuelve a sus ocupaciones habituales: recolectar el café que se madura antes de tiempo en los racimos verdes, mantener disponible sal para el ganado, hacerle el amor a su mujer y afilar los machetes para el desyerbar constantemente el cultivo de arvejas. Sin embargo, nunca logró sobreponerse a a imagen de los focos en la plaza. Algún día, cuando su mujer se lo permita, volverá a Sampués y esta vez, cambiará el armónico y estable amor de esposo por la incertidumbre y emoción del método científico. No se puede tener una doble vida, no se puede amar a su mujer y a la ciencia al mismo tiempo. Esperará, como hacen los hombres decentes, a que su mujer tenga hijos y olvide a Menejo por estar pendiente de biberones, pañales y vómitos lácteos y babosos. Entonces podrá ser un hombre de ciencia.
13.1.08
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2 comentarios:
que buen blog! la inocencia de Menejo es hermosísima...y su sed de ciencia envidiable :):):) interesante tu visión sobre la función de los hijos en el matrimonio, no lo había visto de esa forma....mmmm para pensar! gracias ok!
:)
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